Por Sofía Vital
1 de Noviembre de 2025.-Ante el destierro de tierras, la gentrificación y el maltrato animal, aún quedan brasas encendidas. Son pequeñas, pero resisten: la llama de la identidad, de la cultura y de esas tradiciones que se niegan a morir.
El Paseo de las Ánimas nació de una mezcla: de los mayas, de los españoles, de la muerte que no se olvida y del recuerdo que se rehúsa a apagarse. Hoy, entre la multitud, ese camino vuelve a tomar forma: un puente de flores, humo de incienso y pasos lentos.
La noche del 31 de octubre, Mérida se llenó de ánimas vivas. Algunos disfrazados, otros sin pintura alguna, pero con el alma dispuesta a encontrarse con los que ya no están. Quizás
entre el público, algún espíritu también se coló —curioso, silencioso— para mirar cómo los vivos siguen recordando.
El recorrido comenzó con alegría, aunque no faltaron los tropiezos. Los fotógrafos y periodistas, en su intento por captar “el momento perfecto”, bloquearon la vista a más de uno.
—“¡No dejan ver!”— gritaban desde atrás, pidiendo que al menos se agacharan.
En la entrada del Panteón General, la belleza del lugar se mezclaba con la desorganización. Las velas y flores encendían la mirada, pero el paso era lento, apretado, casi imposible.
Aun así, la noche siguió viva. En el barrio de La Ermita y el parque de San Juan, las calles se llenaron de olor a pib, de música, de risas y de ofrendas hechas con cariño vecinal. Entre el cemento y las flores, la memoria seguía ahí, respirando.
Alaine, un padre de familia, caminaba con su hija de la mano. Era su segunda vez en el paseo. “Es importante recordar a los que ya no están —decía con orgullo—, para que sigan caminando con nosotros.”
Desde la colonia Amapola llegó Isabel Contreras, vestida de mestiza y con el rostro pintado de calavera. “De chiquita se celebraba haciendo el pib y el atole. Es bonito ver que los jóvenes también se interesan en seguir esto”, comentó, observando a los niños disfrazados con flores en la cabeza y velas en la mano.
En una esquina, Maricruz Durán, vecina con 36 años en la Ermita, acomodaba su altar. “Antes el Janal Pixan se vivía en silencio —recordó—. Sin música, sin televisión. Se comía pib y se recordaba. Una vez una de mis tías vio pasar una carroza fúnebre por el panteón…pero desapareció.”
Maricruz sonríe. No le teme a las mezclas culturales: “Sigue siendo nuestro, lo importante es hacerlo con el corazón”.
A unos metros, Wilma Rosado, de 80 años, junto a José Francisco, de 54, recordaban a Pedro Infante con una pequeña ofrenda. “Cada año le ponemos su foto. Desde niña hacíamos dulces de limón y ciricote, eso también era parte del Janal Pixan”, cuenta Wilma, con esa ternura que solo dejan los años.
La familia Campos Álvarez, con casi seis décadas en la Ermita, también participó. Entre risas, compartían pan y recuerdos. “Lo bonito es la unión —decían—, ver a todos juntos recordando a los suyos.”
Y entre tantos rostros, apareció doña Eulalia Aké Dorantes, sentada frente a su altar. Sus ojos brillaban como las velas. “Ellos serán mi visita esta noche —dijo sonriendo—, el espíritu no se muere.”
Cree que las tradiciones se están perdiendo, pero confía en las familias, en los niños que observan, en las manos que aún preparan el pib con amor.
Así fue la noche: entre lo visible y lo invisible, entre el ruido y el silencio. En cada flor, un recuerdo. En cada paso, un reencuentro.
Y mientras las luces se apagaban, una sensación flotaba en el aire: que aunque cambie el mundo, el alma de Yucatán sigue encendida.



