Las leyes mexicanas dicen que las zonas arqueológicas son inalienables, que no pueden venderse ni privatizarse. Sin embargo, la realidad muestra otra cosa: terrenos cercados, accesos restringidos, permisos condicionados. La cultura se negocia, el pasado se lucra y el patrimonio se convierte en mercancía.
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La última palabra fue la de Federico May, de Kinchil. Denunció que la empresa Crío destruye las ruinas del sitio arqueológico Tzemé. “Eso es ecocidio y etnocidio”, dijo con firmeza. Ya devastaron seis hectáreas de selva y vestigios. El daño está hecho, pero aún esperan que el INAH actúe.

Texto y fotos Sofía Vital
Conocí a Peregrina hace muchos años, tal vez ella no me recuerde. Coincidimos cuando dábamos talleres de radio comunitaria y cultura en el colectivo Tzay Kin, un espacio donde la palabra era semilla y las voces se convertían en territorio. En esos años aprendí mucho de ella, de su familia y de la comunidad Ixil con la que compartimos caminos, comidas y rituales.
Un día, realizamos una ceremonia a la naturaleza. Éramos un grupo grande: niños, jóvenes y adultos. Caminamos entre la selva hasta llegar a unas ruinas antiguas, vestigios del pasado que, según nos habían dicho, no pertenecían a nadie más que al pueblo. Allí encendimos copal, agradecimos al monte y pedimos permiso para continuar andando.
Al regresar, la escena cambió por completo: dos patrullas nos esperaban en el camino. Policías armados descendieron de las camionetas y, sin mucha explicación, nos ordenaron subir. No entendíamos nada. Los niños lloraban, los padres intentaban calmarlos, y yo solo repetía: “No cometimos ningún crimen”.
En la comisaría, la primera excusa fue que habíamos entrado a “propiedad privada”. Uno de mis compañeros respondió con firmeza:
—Las zonas arqueológicas son patrimonio de la Nación. ¿Cómo es posible que pertenezcan a una persona?
Entonces cambiaron de versión. Dijeron que con nosotros venían “dos inmigrantes ilegales”. No lo eran. Eran parte de la comunidad de Ixil de Guatemala, y tenían todos sus papeles en orden. Mandaron por sus pasaportes mientras nos retenían y nos quitaban nuestras credenciales de elector.
El ambiente se volvió tenso. Afuera, los niños seguían asustados. Decidí llamar a Byrth, quien entonces coordinaba Tzay Kin. Le conté todo lo ocurrido. Al escucharme, me pidió que le pasara el teléfono al jefe de policía. No supe exactamente qué le dijo, pero noté cómo la sonrisa del comandante —una sonrisa burlona— se transformó en gesto serio. Al colgar, entró en la comisaría y ordenó que nos devolvieran nuestras credenciales. “Pueden irse —dijo—, pero no vuelvan a la zona.”
Nos fuimos con un nudo en el pecho. No entendíamos por qué habíamos sido tratados como delincuentes por visitar un sitio que, en teoría, pertenece a todos.
Años después sigo pensando en aquel día. En las ruinas que no eran del pueblo, en los niños llorando, en los rostros desconcertados de la comunidad. Y me pregunto:
¿Desde cuándo la memoria tiene dueño?
¿Desde cuándo el territorio se vende con escrituras y armas?
Las leyes mexicanas dicen que las zonas arqueológicas son inalienables, que no pueden venderse ni privatizarse. Sin embargo, la realidad muestra otra cosa: terrenos cercados, accesos restringidos, permisos condicionados. La cultura se negocia, el pasado se lucra y el patrimonio se convierte en mercancía.
El 29 de Octubre de 2025, las comunidades mayas y fundaciones, realizaron una rueda prensa para dar a conocer victorias legales, pero también denuncian criminalización de defensa del territorio así como devastación en vestigios mayas.
Sinceramente vi una rueda de prensa con rostros cansados pero firmes. Eran representantes de los Consejos Comunitarios de Ixil, Kinchil, Santa María Chí, Dzitnup, Sisal y Molas. Algunos llegaron con sus carpetas de documentos, otros con furia, testimonios para compartir o con el rostro curtido por el sol. Venían a contar lo que muchos prefieren callar: cómo se defiende un territorio cuando parece que todo se vende.

Primero habló Emanuel Chan, de Ixil. Lo escuché decir, con esa calma que solo da la certeza: “Nuestra comunidad decidió no ser parte de la Zona Metropolitana de Mérida”. Contó que presentaron un amparo y ganaron una suspensión definitiva. “Si nos integran, nuestra cultura y nuestras tierras estarían en peligro”, explicó. No hablaba de política, hablaba de sobrevivencia.
A su lado, Peregrina Cutz —a quien conocí hace años, cuando realizamos los talleres comunitarios— tomó el micrófono. La reconocí por su voz fuerte y su mirada directa. Denunció que el parque eólico de Chicxulub amenaza su territorio. “Dicen que es energía limpia, pero limpia para quién”, preguntó. Explicó que las perforaciones salinizan el agua y que la electricidad no es para Ixil ni para Yucatán. “Solo queremos ser escuchados, como pueblo tenemos derecho a decidir”, dijo, y el silencio se hizo más denso. Aquí hago una pausa. Y pienso: sí, las eólicas pueden ser una fuente de energía sustentable, limpia en el papel. Pero también recuerdo cuando investigaba sobre ellas hace unos años… y me topé con los datos sobre la cantidad de aves que han muerto por sus aspas. Esa parte que casi nunca se menciona.
Sergio Oceransky, de Fundación Yansa. Contó cómo, tras denuncias ignoradas por la PROFEPA, lograron detener el megaproyecto inmobiliario Ciudad Maderas en Progreso. Dijo algo que se quedó flotando en el aire: “Aquí las leyes están de adorno cuando se trata de proteger intereses privados.”
Pero lo que más dolía era escuchar cómo la justicia se usa para amedrentar.
Wilberth Nahuat, comisario de Santa María Chí, relató que fue acusado de secuestro solo por encabezar una protesta pacífica contra una granja porcícola. Casi un año esperando que la fiscalía aclarara que no había delito. “Parece que defender el territorio fuera un crimen”, dijo.
Desde Dzitnup, don Baldomero Poot contó en maya cómo fueron denunciados por recuperar los cenotes que les pertenecen. Esas aguas que el gobierno concesionó a privados. “Queremos que se nos escuche —dijo—, que se respeten nuestras tierras y que se unan las demás comisarías”.
De Ixil llegó también Guillermo Yam, que narró cómo la fiscalía cercó con alambres de púas las tierras de cultivo por una denuncia de empresarios conocidos. “Desde entonces no podemos ni sembrar”, dijo, y se le quebró la voz.
Y mientras tanto, en Sisal, las cosas tampoco son distintas. Teresa Andueza contó que desde que su pueblo fue nombrado Pueblo Mágico y Playa Platino, comenzaron a privatizar caminos y playas. “Todo lo que era del pueblo ahora tiene dueño. Nosotras, las mujeres, grabamos las construcciones y nos amenazaron. No somos delincuentes, solo defendemos lo nuestro.”
De Molas hablaron Ramiro Melchor y Jorge Narváez. Los citaron en la fiscalía por convocar a una asamblea comunitaria. “Imagínate —dijo uno—, ahora hacer una asamblea es delito.” También contaron que un particular se ostenta como dueño de terrenos donde están la escuela, el cementerio y casas viejas del pueblo.
La última palabra fue la de Federico May, de Kinchil. Denunció que la empresa Crío destruye las ruinas del sitio arqueológico Tzemé. “Eso es ecocidio y etnocidio”, dijo con firmeza. Ya devastaron seis hectáreas de selva y vestigios. El daño está hecho, pero aún esperan que el INAH actúe.
Cuando todo terminó, miré los rostros de quienes hablaron. Nadie pedía compasión, pedían justicia. Afuera, el sol seguía cayendo como si nada, pero adentro quedaba una certeza: que el territorio no se vende, que la memoria no se compra,
y que cada palabra dicha ese día fue también un acto de resistencia.
Quizá por eso recordar es también resistir. Porque cada historia contada, cada rito interrumpido, nos recuerda que hay lugares que no pueden tener dueño. Que la tierra, como la memoria, se defiende con la voz.




