Por Kiki VC
Guadalupe Alonso Viera tiene 15 años. Estudia, trabaja y sueña. A lado de su hermanito hace reír en los camiones disfrazados de payasitos; reparte globos en los cruceros y a veces se maquilla con prisas, entre cuadernos y responsabilidades. Su historia no está escrita con tinta de privilegios, sino con colores brillantes, sudor y esfuerzo.
Desde los seis años se unió al oficio familiar. Su padre, también payaso, fue su primer maestro. Mientras muchos niños jugaban en el parque o dormían siestas, ella aprendía a maquillarse, a improvisar, a sostener con fuerza los globos y a mirar con valentía a un público desconocido.
“Siéntete orgullosa del esfuerzo que estás haciendo”, le dijo su papá cuando le enseñó a trazar las primeras líneas de color sobre su rostro. Desde entonces, cada brochazo era más que pintura: era un acto de resistencia, una semilla de autoestima.
La decisión de que Guadalupe empezara a trabajar desde pequeña no fue capricho ni castigo. Fue una necesidad. La familia enfrentaba una crisis económica, y como ocurre en miles de hogares en México, el trabajo dejó de ser una opción y se convirtió en una herramienta para sobrevivir. Pero a diferencia de muchas historias que se quedan en la tragedia, esta se sostuvo en el amor. Trabajar no la separó de su infancia, la moldeó con otro ritmo.
Guadalupe jamás abandonó la escuela. Durante años ha combinado el trabajo con los estudios, y aunque a veces le ganaban el cansancio o los nervios, siempre regresaba a clase con la frente en alto. “A veces me sentía con pena, a veces nerviosa, más cuando fue mi primera vez en un camión. Pero mis compañeros sabían que trabajaba de payasita y, en vez de burlarse, me decían que le echara ganas”.
Aprendió a no tener vergüenza. Sus padres le enseñaron que no hay nada indigno en ganarse la vida honestamente. Y que ser mujer no es una desventaja, sino una fuerza. Aunque ha enfrentado momentos duros, como cuando un hombre la hizo sentir incómoda por primera vez en un show, supo qué hacer. “Me sentí muy feo, porque es la primera vez que me faltan al respeto. Pero decidí no quedarme callada”.
El acoso no es una anécdota aislada. Ser mujer y trabajar en la calle es enfrentarse al miedo constante, a las miradas invasivas, a las palabras disfrazadas de halago, a los intentos de tocar sin permiso. Guadalupe lo sabe. Y aunque le ha dolido, no se ha dejado vencer. “Dense a respetar. No se dejen. Vayan con su familia, háganlos entender que somos más. No están solas”.
En México, más de 15 millones de jóvenes trabajan. Algunos lo hacen por necesidad, otros por sueños. Muchos, como Guadalupe, lo hacen por ambas razones. Es parte de esa juventud invisible que estudia con hambre, que se levanta temprano, que paga sus propios útiles o ayuda en casa. Es parte de ese México que se esfuerza cada día y que, sin embargo, muchas veces es ignorado por las políticas públicas.
Los apoyos gubernamentales no siempre llegan a quienes más lo necesitan. Las becas universales, aunque bien intencionadas, no reconocen a quienes están en la informalidad, a quienes trabajan en el circo, en los mercados, en los semáforos. Guadalupe nunca ha recibido una beca por ser artista callejera. Y no por falta de méritos, sino porque su forma de vida no entra en los papeles burocráticos.
El país no es parejo: ser joven en Mérida no es lo mismo que ser joven en la sierra de Guerrero o en las periferias de Ecatepec. Las oportunidades cambian según el código postal, el color de piel, el acento o el oficio. Y en medio de esa desigualdad, hay jóvenes como Guadalupe que resisten con alegría. Que se enfrentan no solo a la falta de dinero o de apoyos, sino también a una violencia cotidiana que parece normalizada.
Hoy Guadalupe sigue trabajando, pero ya no con su padre. Él consiguió un empleo fijo y ella se quedó con su hermanito, quien también se viste de payasito y a quien le está enseñando lo que aprendió. “Mi papá me dice: ‘Sé un ejemplo para tu hermano’. Y eso intento. Extrañamos a papá, él le daba la chispa al show, ahora tenemos que dar el brillo nosotros”.
Guadalupe dice que no tiene sueños, tiene objetivos. Le gustaría estudiar medicina o ser empresaria. Le gustaría tener su oficina, su propio negocio, tal vez un grupo de artistas que ella misma dirija. Por ahora, sigue estudiando fuerte, mejorando calificaciones, organizando su rutina entre libros, maquillaje y responsabilidades.
Su historia no es única. Pero es profundamente reveladora.
Muestra a una juventud que no se conforma. Que entiende el valor del trabajo, pero que también sabe que no debería ser tan difícil vivir con dignidad. Muestra a una niña que creció sin perder la risa, sin apagar la chispa. Una niña que decidió que ser fuerte no significa endurecerse, sino tener el valor de seguir soñando a pesar de todo.
En medio de la rutina diaria, hay una joven que se enfrenta al mundo con una sonrisa pintada, pero real. Que sabe que su lucha no es sólo económica, sino también contra un sistema que la invisibiliza, que no la protege, que no entiende lo que significa ser niña, mujer, trabajadora, hermana mayor y estudiante… todo al mismo tiempo.
No quiere que la vean con lástima. Quiere que la vean como lo que es: una mujer que lucha, que enseña, que no se rinde.
Y que no está sola. Hay muchas como ella. Solo hay que mirar distinto. Escucharmás. Y sobre todo, creerles.