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El día que decidí quedarme.

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Por Kiki VC

Hablar de suicidio nunca es fácil. Quien lo ha intentado sabe que no se trata solo de estadísticas, de cifras en una nota fría o de frases hechas como “échale ganas” . Es un abismo íntimo, doloroso, lleno de silencios y miedos. Yo lo he intentado varias veces, y aunque no es sencillo contarlo, creo que poner en palabras mi historia puede servir para que alguien que esté pasando por lo mismo sepa que no está solo.

La primera vez que intenté quitarme la vida, sí, así de crudamente lo digo, fue cuando era niña. Me azoté la cabeza contra la pared una y otra vez. Cuando vi que no funcionaba, rompí el termómetro de la casa, ingerí el mercurio y me corté las muñecas. Pero era pequeña, no tenía fuerzas, así que no pasó a más. Mis padres nunca supieron de mis intentos.

Más tarde lo intenté con somníferos. Pensaba que si me tomaba una caja completa solo dormiría y jamás despertaría. Eso fue en mis veintes, en medio de una depresión profunda, provocada por una relación tóxica que también destruyó mi vínculo con la familia. Me sentía sola, rota. Lo único que me daba un poco de luz era mi mascota de aquel tiempo. Y es curioso: cada vez que intentaba terminar con mi vida, aparecía un animal. Un perro, un gato, hasta una pequeña lagartija. Hoy lo recuerdo y las lágrimas me brotan.

No es fácil sentarse frente a una libreta a escribir sobre esto. Porque la sociedad estigmatiza, etiqueta y hasta llega a tener miedo de alguien que lo confiesa.

Hoy leí muchas notas sobre suicidio. Casi todas eran estadísticas, impersonales, inhumanas, como si se tratara de simples números. Pero detrás de cada número hay alguien que lucha con sus propios fantasmas. Hay familias rotas y también amigos que se quedaron con preguntas.

Yo, en mis momentos más oscuros, no pensaba en mi familia. Pensaba en mis mascotas. ¿Quién cuidaría de ellas si yo me iba? Nadie las amaría como yo.

Mis dos últimos intentos fueron los más duros. Uno fue con una soga. Esta vez pensé: “ahora sí no fallaré”. Amarré la cuerda al ventilador del techo, subí a una silla, me la coloqué al cuello y me lancé. Recuerdo que mi mirada se clavó en una mancha de la pared. Solo pensaba que si la limpiaba se quitaría fácilmente. Los ojos se me cerraban, las lágrimas corrían, y yo comenzaba a olvidar el dolor del corazón. Entonces escuché un ruido: alguien rompía la ventana del patio. Era un amigo. Un amigo que jamás he vuelto a ver, pero a quien tal vez le debo la vida. Me quitó la soga, me tiró al piso y me gritó: “Estás idiota, ¿qué quieres hacer?, no te entiendo” . Ni yo misma me entendía.

Cuando logré salir de la casa, vi a los vecinos y a una patrulla afuera. Todo porque antes de hacerlo, le había escrito a mi amigo: “Cuídate mucho y sé feliz”. Él supo que algo andaba mal, fue hasta la casa, tocó sin respuesta y pidió ayuda. Luego se subió al techo, rompió la ventana y entró. Mi tío también llegó, y lo único que dijo fue: “Te llevaré al psiquiátrico”. Y quizá eso me hizo desistir: los psiquiátricos de este país son lugares donde, si no estás loco, acabas loco. Le prometí que no volvería a pasar, y al no querer más problemas, me sacó de su casa.

El último intento fue con una caja completa de prozac. Pensé que me daría un paro cardiaco. Era mi cumpleaños. Me sentía completamente sola, sin razones para seguir aquí. Tomé las pastillas, fui a casa de mi abuela, no entendía lo que me decía, todo era ruido lejano. Después regresé a la casa que rentaba con una amiga. Nadie estaba. Me recosté y desperté cinco días después.

Lo primero que sentí fue algo frío en la cara: la nariz húmeda de Frida, la perrita que vivía conmigo. ¿Había estado todo ese tiempo ahí, sin comer, esperándome? Me llené de culpa. La abracé y le prometí que si alguna vez volvía a caer en la tentación, pensaría en ella antes de hacerlo.

Con el tiempo fui a terapia. El psiquiatra me diagnosticó TDH, hiperactividad por lo cual suelo sufrir depresión crónica, recuerdo que dijo que era raro que hubiera sobrevivido tantos años sola.Yo no tomo medicamentos; siento que me hacen mal. Mi medicina está en la naturaleza, en mis mascotas, en la música y, aunque suene raro, en las películas viejitas de terror o acción.

Durante la pandemia trabajé en la radio. Recibía llamadas de personas que querían quitarse la vida. Y me dio gusto estar ahí para escucharlas, aconsejarlas y decirles con mi propia
voz: “no estás solo, yo también estuve ahí, y se puede salir”. Les decía que al mundo venimos a cuidar lo que es de él: su naturaleza, sus animales, sus ríos, sus montañas. Nosotros somos parte de ese mundo, y eso significa también cuidarnos entre nosotros. Por cierto, aún hablo con algunos de esos radioescuchas, compartimos poemas, cuentos y fotos de nuestras mascotas y plantas.

Cada vez que miro a mis mascotas entiendo lo grande que soy para ellas. Y pienso: no vale la pena el drama, ni el dolor. El mundo ya está cansado de todo lo que el humano le hace, y aun así sigue aquí, latiendo. Por eso, si un día sientes que ya no puedes, escríbeme. O al menos levántate, pisa la tierra, respira hondo y busca otra salida. Porque hay muchas, muchísimas, menos la muerte.

Lo que me funcionó fue pelear contra mí misma, decirme: “ya basta, hay algo que me dice que siga aquí, me cansé de intentarlo, mejor brillante en mi destino”.

Somos muchos en este mundo, bastos. Somos un microbio en el universo, pero somos vida. Y así como ese microbio puede crear pandemias o salud, también puede hacer cosas espectaculares.