Por Sofia Vital
¿De dónde nace el valor cuando uno se encuentra dentro de un vacío inmenso, en el fondo de un agujero que parece no tener salida? ¿De dónde viene la fuerza para intentar levantarse y seguir caminando? La palabra suicidio no es cualquier término: la han nombrado la religión y la política, la espiritualidad y lo íntimo.
Hablar de suicidio convoca censura, miedo y vergüenza; es, al mismo tiempo, la expresión de un deseo de que el sufrimiento termine y —paradójicamente— el grito contenido de alguien que quiere vivir, de verdad.
Hace unos días conocí a Alexa y Uriel, me los presentaron en un centro comunitario de rehabilitación, donde comprendí que necesitaba escuchar a quienes sobrevivieron a un camino obscuro, pero que continúan peleando con esa sombra que a veces acompaña la vida.
Al escucharlos confirmé algo que alguien me dijo una vez: para alcanzar el brillo de la vida hay que aprender a atravesar la oscuridad que se impone en el camino. Ellos me mostraron cómo se navega entre olas salvajes hasta alcanzar la calma, y cómo, después, se puede volver a mirar el cielo y sentir el viento.
Uriel me cuenta que, desde que tenía 11 años, sintió la necesidad de irse de esta dimensión: “cuando muere mi abuelo, yo pierdo a mi familia emocionalmente”, confiesa con los ojos entre llorosos. Para él, perder a su abuelo fue un golpe duro a una edad temprana, y desde entonces buscó ese cariño, afecto o familia en amigos, parejas, en lo que fuera: algo que llenara el vacío.
“Pero nunca llegó. Pensaba que nada valía la pena, que no era suficiente. Me decía: no soy nada; de lo que hago nada me llena, no me satisface. Solo era una persona andando en la vida, pero sin motivos de nada, un robot, un zombi. Era una constante desesperación de buscar alguna sensación que me hiciera sentirme lleno, suficiente o acompañado. Pero no,nada era lo suficiente.”
Yo solo pensaba en los “nada” que Uriel había mencionado y si era correcto seguir con la entrevista. Recordar momentos tristes inevitablemente te hace divagar en tu propio pasado. Aun así, él decidió seguir contando su historia.
Sus intentos comenzaron a los 15 años. La primera vez sintió mucha culpa, sobre todo hacia su mamá: sentía que había herido a quienes lo querían. Pero con el tiempo, esa culpa se fue borrando. En su lugar llegó la frustración y la necesidad de dejarlo todo. “Yo no decidí parar; mi último intento fue un día antes de ingresar aquí, al centro de rehabilitación. Bueno, ni siquiera de ingresar: más bien mi mamá me ingresó. Fue un día antes y fue cuando mi mamá dijo: ‘Yo hasta aquí contigo. Yo ya no, no puedo contigo. No confío en que vayas a la escuela ni en que hagas algo’”. Su madre, con dolor, pero con firmeza, lo llevó al Arca de Noé, en Mérida. Fue la decisión de una madre preocupada por su hijo, una madre que no quería seguir viendo cómo él se destruía.
Mientras Uriel hablaba, Alexa dibuja. Líneas expresivas, libres, y entre ellas aparece un conejo. Era su turno de contarme su historia. Desde los diez años, Alexa sentía que no había espacio para ella en este planeta, así que empezó a dañarse. “No me di cuenta cuándo empezó, pero había síntomas muy marcados. No quería hacer nada, lloraba todo el tiempo.
Sentía que no me entendían, que lo que decía no encajaba con las personas con las que me juntaba en la escuela. Empecé a aislarme de todas ellas.”A los doce perdió a su mejor amiga: ella se quitó la vida. El golpe fue como una ola que azota con furia una balsa frágil en medio de un mar tormentoso. En su mente solo quedaba la pregunta: “¿qué caso tiene seguir?”. Si la niñez ya se le había distorsionado, imaginar la adultez era todavía más difícil: ser adulta no era una opción.
“Vengo de una familia disfuncional, de adicciones y ausencias. Mi mamá trabajaba mucho y yo me quedaba cuidando a mis abuelos. La vida me obligó a ser adulta desde pequeña y no podía zafarme, era mi responsabilidad”. Ante todo eso, terminó por minimizar sus sentimientos, y la única manera que encontró para expresarse fue lastimándose.
A los quince años llegó su intento más fuerte y terminó en el hospital. Allí decidió dejar de insistir en tocar la “puerta falsa”, aunque seguía con ese pensamiento que todos conocemos: el “nada”. Si quitarse la vida no funcionaba, optó por otra vía: las adicciones. Pero a los dieciséis, agotada, buscó ayuda. El cansancio y la necesidad de un brillo en su vida hicieron que su familia la llevara al mismo lugar que a Uriel.
Hoy Alexa tiene 22 años. Me confiesa que todavía hay bajones, esa depresión que quienes la hemos transitado sabemos que no desaparece del todo, que se queda escondida, esperando ser llamada. “Es como estar en un cuarto oscuro, pero ver un rayito de luz”, dice. Estudia la licenciatura en educación especial y tiene una mascota, un pug, a quien cuida como si también fuera su terapeuta.
“A veces me siento triste y no quiero levantarme de la cama, pero recuerdo que mi mascota no ha comido y me levanto para atenderla. Es parte de mi vida. Ya no solo veo por mí, veo por la vida de un ser vivo, por Kiara”.
“Ay si, a mí me ayudó mucho atender a los animalitos de aquí” exclamo feliz Uriel “un tiempo me tocó darles de comer y eso me distraía, me ayudaba. Platicaba con ellos, los cuidaba, los aseaba. Al final me sentía agotado de tanto trabajo, pero mi mente estaba aliviada de esos pensamientos que no podía controlar”.
Aunque Uriel llegó con el pensamiento del “nada”, han pasado ya dos años y tres meses desde que ingresó, y su mirada es distinta: ahora expresa ese “nada” de otra forma. “Hay ideas todavía, pero estando aquí las cosas han cambiado. Probablemente, he encontrado
familia, y durante el proceso empiezo a decir: no”. Para él, lo más importante es tener a alguien al lado. “Yo era el típico niño de la escuela: cotorreaba, jugaba, pero dentro de mí había un vacío constante. Nadie se esperaba que hiciera lo que hice. Lo que buscaba era familia, pero también que me pregunten cómo estoy, que me escuchen, que me den cariño”.
Uriel, aunque sigue sintiéndose solo, habla de una soledad distinta: ya no es la que aplasta, sino la que se abraza. Una soledad con sueños y con sentido. Todavía busca su camino, pero mientras lo encuentra, tiende la mano a otros. “Es cliché, pero busca ayuda. Sí hay miedo, sí hay regaños, pero son parte de la preocupación de los que te quieren. No dudes en decir que necesitas ayuda, no temas, no te avergüences”.
Alexa lo respalda: cree que no siempre hay que mostrar una cara fuerte. “Somos humanos y todos pasamos por caminos distintos, difíciles, complicados. Pero no podemos olvidar que, ante todo, buscar ayuda es necesario. Es parte de la vida”.
Escucharlos hablar de salud mental en México fue como asomarse a un espejo roto. Ellos sienten que aquí lo que falta no son hospitales ni estadísticas, sino humanidad. Me dicen quela adicción no es un vicio, sino la herida de lo que nunca se aprendió a sentir, y que el suicidio sigue siendo un tabú tan pesado que muchos prefieren callar antes que nombrarlo.
Me quedó grabado cuando uno de ellos aseguró que, a veces, basta con un “¿cómo estás?”, sincero para sostener a alguien en la orilla. Que no se trata de juzgar, sino de acompañar.
Que detrás de cada etiqueta hay una historia que pide ser escuchada y, quizá, una segunda oportunidad. Y entonces entendí que no siempre hay que mostrarse fuerte: que lo más humano, lo más necesario, es aceptar que no se está bien y atreverse a pedir ayuda.
Me despido de los chicos y mientras voy saliendo a tomar mi autobús, a estos chicos me los imagino navegando en una pequeña balsa: entre lágrimas, gritos y ansiedad toman aire e intentan cruzar de nuevo las olas, las tormentas y los huracanes que se levantan frente a ellos. Con los remos en sus manos, sin dudarlo, siguen —y seguirán— remando.