Por Sofía Vital
Yucatán, 08 de Septiembre de 2025.-A ciencia cierta no se sabe cuál fue el primer juguete de la humanidad. Tal vez una piedra, una rama, un tronco o incluso un insecto. Lo único claro es que, desde esos primeros intentos lúdicos, el juego despertó la creatividad en la infancia primitiva y fortaleció la vida en comunidad: socializar, compartir y preservar.El juguete nunca ha sido solo una distracción mientras los adultos atienden otras tareas. También es compañía, refugio y estímulo. A través de él, un niño puede imaginar, dar rienda suelta a su creatividad y encontrar calma frente a la ansiedad. Porque sí: un niño también puede sentir ansiedad.
El 24 de agosto, por la mañana, el parque principal de Tahdzibichén se llenó de creatividad, familia, ancestros y orgullo. Entre risas y coloridas exhibiciones, se presentaron juegos y deportes autóctonos de Yucatán. Eran esos juguetes y prácticas lúdicas que muchos creen extintos o destinados al olvido, pero que siguen ahí, aferrados a la memoria y a la cultura maya, que con el paso del tiempo ha cambiado, pero también ha preservado su esencia.
Palitos, pelotas, tirahules y sogas se entrelazaban en las manos de los participantes. Entre ellos, José de Jesús Manrique Esquivel —profesor jubilado de educación física y educación indígena, y presidente de la Asociación de Juegos y Deportes Autóctonos y Tradicionales del estado— no ocultaba la nostalgia. Mientras presentaba cada juego con entusiasmo, recordaba sus propias infancias: las canicas que coleccionaba, la kimbomba, el caza venado o el béisbol de calle. “Todo eso me identifica”, confiesa.
Para José, la jornada no fue solo una muestra cultural, sino una manera de reunir a la comunidad, sobre todo a los más pequeños. “Los juegos influyen en la vida de los niños y jóvenes de manera positiva”, asegura. Cita como ejemplo a un joven de Hunukú, Temozón, que comenzó a participar desde los diez años. “Aquí encontró no solo diversión, sino aprendizaje, confianza y convivencia”.
Con casi dos décadas de trayectoria desde la fundación de la asociación en 2006, Manrique ha sido testigo de cómo prácticas que parecían olvidadas —como el Pok ta pok, la carrera de aros o el tirahule— siguen vivas. “Estos juegos nos consolidan como yucatecos y como mayas. Son parte de nuestra identidad, aunque muchos los crean extintos”, enfatiza.
Pero frente al avance de la modernidad, los niños de la ciudad parecen cada vez más atrapados en las pantallas. “Tristemente la gran mayoría están con sus celulares”, lamenta el profesor. Para él, recuperar los juegos tradicionales es más que un acto cultural: es una alternativa recreativa, un camino para reactivar la creatividad y la convivencia cara a cara.
Mientras José seguía organizando, pequeños, adolescentes y adultos se dividían en grupos para conocer más de los juegos presentados desde la bienvenida. En un rincón, unos chicos buscaban las mejores piedritas para competir en el tirahule. Más allá, Erick Cob observaba cómo en la cancha se jugaba el famoso kimbomba, eseque requiere dos palos de madera —uno grande para batear y otro pequeño para lanzar; José, entre tanto, no solo miraba: recordaba los juegos que le enseñaron sus abuelos, aunque esta vez llevó a su hijo para mostrarle cómo se practican, porque como padre se siente preocupado porque su pequeño pasa demasiado tiempo frente al celular.
Diana Caamal, de Hunukú, disfrutaba del día junto a una amiga. De niña jugaba kimbomba y el tinjoroch; ahora sonríe al verlos de nuevo en movimiento. “Identidad y pertenencia, eso es lo que buscamos”, dice. “Reforzamos hábitos saludables porque estos juegos se pueden hacer con materiales accesibles, económicos. Soy maestra, mi esposo es campeón de pitarra, un juego de Querétaro. Imagínate cuántos juegos tiene México; nuestra labor es seguir difundiéndolos”.
En una de las bancas del parque, varios jóvenes acomodaban papel, bolsas de plástico, sogas y palitos de madera: estaban construyendo papalotes. Eduardo Peraza, de Teabo, armaba uno de papel maché. Mientras unía los palitos con la cuerda, contaba que sus tíos le enseñaron a volar papalotes y que ahora él transmite ese conocimiento a los más pequeños. “La clave de un papalote es el tensado; cuando silba es que es un excelente papalote. Es muy bonito, como si fuera una hojita en el aire. Volarlo es unirse al viento”. Para él, sin embargo, hay un reto: “Hoy los papás prefieren buscar distracciones rápidas para sus hijos mientras trabajan. Trabajan más y conviven menos”.
Más allá, Ángel Eduardo, de Temozón, practicaba el tirahule. Aunque ha competido en otros juegos tradicionales y hasta en torneos nacionales de canicas, sus recuerdos lo devuelven a la infancia. “Llegar de la escuela y salir a jugar con los amigos, a divertirnos. Ya no es lo mismo; ya ni salen a pedir la rama, ¿sabes? Todo lo que nos transmitieron nuestros abuelos ya no se ve mucho. Pero para eso están estos eventos: para subrayar lo que somos”.
Todo el día se jugó de todo: desde el caza venado, el trompo y el yoyo, hasta el tinjoroch, donde algunos presumían sus mejores movimientos, mientras otros seguían armando papalotes. El clima no importaba; aún quedaban árboles en el parque que daban sombra a la reunión. El viento corría entre las ramas y, con él, se escuchaban los ecos de las sonrisas, los gritos de los ganadores, los aplausos de los padres… y también el silencio de la nostalgia.