Por Fabio Fuentes
Mérida, Yucatán 21 de noviembre de 2024.- En las calles de Mérida, tres familias venezolanas enfrentan una crisis humanitaria que parece no tener fin. Huyendo del departamento de Zulia, Venezuela, estas familias dejaron atrás un país devastado por la hiperinflación, el desempleo y la inestabilidad política. Sin embargo, tras un largo y peligroso peregrinar por México, han encontrado nuevas barreras en un territorio que se presenta cada vez más hostil.
Conformadas por 17 personas, incluidas nueve menores de edad, las familias llegaron al país a través de rutas diferentes. Dos entraron por la frontera sur en Tapachula, Chiapas, mientras que otra logró cruzar por Belice. En su trayecto, enfrentaron peligros extremos, incluyendo intentos de ser cooptados por redes criminales en la Riviera Maya, donde fueron expulsados de dos establecimientos que intentaron involucrarlos en la venta de estupefacientes. Ahora, en Mérida, sobreviven en condiciones de extrema precariedad mientras intentan decidir su próximo movimiento.
El asedio de las autoridades y el temor a la frontera norte
El Instituto Nacional de Migración (INM) ya los tiene bajo vigilancia, según indican ellos mismos. «Nos siguen los pasos, saben dónde estamos», comenta Jonathan Herrera, padre de cinco de los niños migrantes. El INM ha advertido que, si no regularizan su situación, serán deportados a Tapachula, una ciudad descrita por Jonathan como una «prisión al aire libre» donde las oportunidades son nulas y los peligros abundan.
La incertidumbre aumenta con el panorama político internacional. En enero, Donald Trump asumirá nuevamente la presidencia de Estados Unidos, y sus amenazas de implementar medidas extremas para expulsar a los migrantes resuenan con fuerza. «Nos han dicho que si no llegamos a la frontera antes de enero, será imposible cruzar. Trump incluso ha hablado de usar la fuerza militar contra los migrantes», relata Jonathan, con una mezcla de miedo y resignación.
Los propios migrantes han sido advertidos de que vivir en la frontera norte de México es un infierno en sí mismo. «Nos han contado de los secuestros, las extorsiones y los peligros de las ciudades fronterizas. Dicen que es peor que todo lo que hemos visto hasta ahora», explica Marina, la esposa de Jonathan, quien teme que su familia quede atrapada en un limbo aún más peligroso si intentan avanzar.
La dura realidad en Mérida
Mientras tanto, en Mérida, las condiciones no son mejores. Los niños, visiblemente desnutridos, caminan descalzos o con zapatos destrozados, vistiendo camisetas viejas y donadas, muchas de ellas con logotipos de eventos o campañas políticas. Sus rostros reflejan el cansancio y la carencia. «No es vida para ellos, pero ¿qué podemos hacer?», dice Marina.
La situación laboral es prácticamente inexistente. Sin papeles, ni experiencia en los sectores más demandados de Mérida, como el turismo, estas familias no han logrado encontrar trabajo. Además, el rechazo social es palpable. Jonathan relata cómo, al intentar vender dulces en avenidas como la Líbano y el Circuito Colonia México, los vecinos se han quejado y la policía los ha instado a irse.
El padre Lorenzo Mex, dirigente de la Pastoral Migrante en Yucatán, ha tratado de brindarles apoyo, buscando casas temporales donde puedan alojarse. Sin embargo, dispersarlos también responde a una estrategia de seguridad, pues concentrarlos en un solo lugar los convertiría en blancos fáciles de los traficantes que operan en la región. «Es una situación insostenible. Aquí no hay refugios adecuados, y la falta de políticas migratorias claras pone en riesgo a estas familias», comenta Mex, visiblemente preocupado.
El religioso también señala que Mérida, aunque aparentemente tranquila, no está exenta de redes criminales que buscan explotar la vulnerabilidad de los migrantes. «En lugares como la Riviera Maya ya han intentado captarlos. Si no les damos opciones, el crimen organizado los tomará», advierte.
Un futuro cada vez más oscuro
El costo de intentar llegar a Estados Unidos es exorbitante: entre 2,000 y 3,000 dólares por persona, una suma inalcanzable para estas familias. Pero quedarse tampoco parece ser una opción viable. «Estamos atrapados entre el hambre y el peligro», resume Jonathan, quien teme que sus hijos se enfermen o sufran las consecuencias de la desnutrición.
Las historias que escuchan de otros migrantes que han llegado a la frontera norte son desalentadoras: secuestros, extorsiones, asesinatos y condiciones de vida infrahumanas en campamentos improvisados. Sin embargo, la amenaza de una deportación a Tapachula o de quedar atrapados en el endurecimiento de las políticas estadounidenses los empuja a contemplar lo impensable.
«No nos queda otra opción que seguir. Aquí no hay futuro, pero allá tampoco hay certezas», dice Jonathan. Mientras tanto, el tiempo avanza, y las promesas de seguridad y refugio se desvanecen en el horizonte.
El drama de estas familias es un microcosmos de la crisis migratoria que afecta a toda la región. México, atrapado entre su papel como país de tránsito y destino forzado, enfrenta una encrucijada que pone a prueba su sistema migratorio, su sociedad y su capacidad para brindar soluciones humanas y sostenibles.
Por ahora, el padre Lorenzo Mex sigue ofreciendo lo poco que puede: un techo temporal, comida y palabras de consuelo. Pero incluso él sabe que esto no es suficiente. «Necesitamos un cambio estructural, porque estas familias no son las únicas. Son apenas la punta de un iceberg que se hunde cada vez más en la miseria y el olvido», concluye Mex.
Mientras tanto, Jonathan y su familia observan con temor y esperanza un horizonte incierto, conscientes de que su travesía, lejos de terminar, apenas comienza a mostrar sus sombras más oscuras.